Ponerse la máscara del escritor macho o Se llama esmegma (132)

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REPETICIÓN

Ayer era el cumpleaños del señor Palmer, el padre de Laura, y lo felicité. Sorprendentemente me respondió, después de seis años sin dirigirme la palabra. Le comunicaba que ahora utilizo turbantes y peluca y me dijo: «El tiempo no perdona.» Volví a escribirle, le pedía que entendiera que si nos veíamos yo ni siquiera iba a saludarle, porque me siento muy vulnerable. Y me hizo llegar unos besos. Una de las cosas que más preocupaba en esta ciudad era verlo y, ahora, me siento algo mejor. Ayer olvidaba decir que Luna Monelle, cuando llegó creo que a Caliente, a la segunda parte del ensayo, se dio cuenta de que tenía muchas herramientas bibliográficas, a ella le gusta hablar de herramientas, muchas lecturas y mucho aprendizaje, también intelectual, que le ayudaba a volver encarar el proyecto de ese poemario del que hemos comenzado a hablar, de nuevo, Poesía masculina. Entonces, ella dice que no le costó realmente ponerse la máscara del escritor macho, porque era construir un personaje y hablar como si fuera él. Y el resultado es sorprendente. Porque da igual que sepas que es ella quién escribe. Tú una y otra vez caes en la trampa. Y sientes que quien te está hablando es un hombre. Porque el lenguaje quizá sea lo más dictatorial de nuestras vidas. Lo que resulta más determinante. Por eso, quizá si cambiáramos nuestro lenguaje cambiaríamos nuestra manera de pensar. Aunque a Luna Monelle, al principio no, pero luego llegó a incomodarle hablar como un macho. Porque no es un hombre cualquiera el que aparece en este poemario. Es un hombre -ella dice- tratando de ser feminista. Es un hombre que empieza a detestar a su esposa. Es un hombre que no sabe cómo encarar la paternidad. Es un hombre que abandona su trabajo y habla de una oficina en la que ha perdido sus mejores años. Es un hombre con muchos conflictos. Y ella se dio cuenta de que era muy difícil, no ya escribir como un hombre, sino como un hombre con esos conflictos. Y de ahí devino la mayor de las dificultades. También, por el hecho de estar basado en una persona concreta, que aunque sea ficción, ella nos recuerda que era su pareja. Es decir, su expareja. Y eso -asegura- también le generaba un respeto muy grande, porque -como dice- al fin y al cabo se estaba inventando sus pensamientos, sus sentimientos y hasta su vida. Ella -confiesa- se ha apropiado de esa vida, una vida que en muchos sentidos le era ajena. Pero no era del todo una experiencia nueva, porque -como nos explica- los poemas que anteriormente había escrito sobre su madre eran ya una apropiación. Entonces, volvemos una vez más a Se llama esmegma. Sigo pensando que la primera imagen que nos ofrece Luna Monelle, en ese poema, habla de una masturbación. Pero también del hecho de tener una vida privada, una intimidad que es violentada por la madre de ese niño, que nuestro protagonista fue. Porque aquí hay un protagonista y hay una voz lírica. Que si tú ignoras quién es ella, por cualquier motivo, no sabes siquiera si son la misma persona. Los recuerdos se mezclan luego, lo que es mío, o sea del protagonista, y lo que pertenecía a otros. No se explica quién; porque esa depresión, por el momento, tanto podía pertenecer a la madre como al padre, que es quien se dice que le enseña a limpiar los pliegues de su prepucio. Aunque aquí no hay que olvidar, creo, que se hace hincapié, por algo, en la suciedad. Puede que ese recuerdo sí que se lo compartiera Antonio J. Rodríguez a Luna Monelle. Pero esto: «cuando busqué en internet como lavar el glande/ de mi hijo con delicadeza vi que a aquellos/ grumos se les llamaba esmegma.» Eso me hace pensar que de algún modo todos, o casi todos, los que tuvimos la suerte de que nos limpiaran, hemos sido estimulados sexualmente por nuestros próximos. Algo en lo que jamás había deparado yo hasta ahora. Sí, como estimulan de algún modo las gatas a sus crías. Que debe ser algo general en la naturaleza. Pero que es -pienso- una novedad en nuestra especie. Porque no creo que el patriarcado esto lo haya favorecido. Y ha sido la revolución de la mujer, poniendo al hombre en el sitio que le corresponde, como un igual, quien lo ha cambiado. Pero volviendo al poema: del presente, y su conexión con el pasado, se regresa a un pasado lejano: el cartón de vino blanco en la nevera de la abuela, el patio con el árbol, el peluche amarillo, la cuchara de la sopa que abrasaba el paladar. Y más enigmáticas son esas carreteras a las cinco de la madrugada. Ya el protagonista se está haciendo mayor. Luna Monelle consideró que podía acelerar ese crecimiento, condensar su infancia y juventud en pocos versos. Lo que a mí me parece maravilloso, porque le confiere al poema un ritmo trepidante. Él surge como de la nada y ya ha crecido mucho. Hasta el punto de una edad en la que no te cuesta reconocerte a ti misma. Aunque seas tú la que le mete la mano al otro por debajo del pantalón. Y la que sabe lo que es fumar hachís. Esto no se lo he contado nunca a nadie. Pero cuando me quedé embarazada probé por mi primera vez lo que era un porro. Fue mal esa experiencia, porque tuve un delirio, vi un esqueleto bajarse de un armario. Pero esa misma noche, como una imbécil, quise repetir la experiencia. Así que fume té, tila, y manzanilla liada con tabaco. Y, a pesar de todo, me colocó. Porque estuve casi una hora secándome el pelo. Y todavía recuerdo aquel sabor en mi boca. Pero, ahora, regresando a nuestro protagonista, hay que decir que, después de esos manuales financieros, que no sé si fue algo que él estudió al principio, hay una libreta, donde anota: todas las veces que su madre tropezaba, quizá por la bebida, y que su padre enmudecía, tal vez porque era su manera de condenar la borrachera de la madre. Y todas las veces, en definitiva, que él renegaba de ellos, de sus progenitores. Y pienso que ese sentimiento último pueda ser casi universal. Porque yo tampoco quería ser como mis padres. Y eso lo he escuchado más veces, hasta demasiadas veces. Se llama esmegma me parece un poema magistral.

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Otro camino: LUNA MONELLE (segunda parte)

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