El pasillo (11) EL AMOR ESTÁ DONDE ESTÁ EL AYER

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Hay una noche, mientras Coga duerme en nuestra habitación, en que llego y me quedo en el pasillo a oscuras, para compartirte una experiencia que me había conmocionado, mientras voy desnudándome, y te digo que soy esa mujer que ni siquiera le abre la puerta a sus vecinos, cuando estos llaman a ella. Te estoy contando la noche de entrega que pacté con Verona. Cómo fui a buscarle a la salida del pub y cómo le seguí por la calle, a algunos metros, y atravesamos en algún momento la plaza de Abastos y los tacones de mis botas resonaban por esa plaza, casi exactamente como tú los escuchaste resonar por mi pasillo. Verona, al llegar al portal de la casa de su hermano, donde aquella cama japonesa nos esperaba, se llevó mi mano a sus genitales, para que yo percibiera como el sonido de mis pasos había logrado empalmarlo, quizá como te sucedió a ti la mañana posterior a aquella noche. Lo que yo más quería. Una vida carente de erotismo no representa nada, lo puedo jurar, y esto era una cúspide, lo puedo jurar también. Te conté, tal vez, como me fumé un porro, antes de atar sus manos con mis medias, las que le pedí que desgarrara sin miramientos. Él quería tener la experiencia de la posesión y yo se la procuré. Pero fue mucho más que eso lo que significó aquella madrugada de absoluta pasividad por su parte, de absoluta pasividad y de absoluta receptividad. Porque Verona fue el primero que escuchó como se precipitaban mis miedos desde el interior de mi alma. También te dije que me había sentido vieja, por primera vez. Vieja antes de serlo, porque los siete años que yo le sacaba eran importantes. Lo que no creo que te contara, porque dejé de hablarte cuando me despojé de las bragas, en realidad un culotte, es que al día siguiente él en lo único que pensaba era en remediar mi mal, la agonía que le había pintado. A pesar de que lo dejé durmiendo como un niño, en algún momento, antes del amanecer. Pero yo no quise ni oír hablar de ello. Sin embargo, él también debía de sentir algo intenso por mí, porque nunca provoqué en él una reacción de fuerza. Ya sabes, ese axioma de Theodor Adorno que alguna vez te he citado: «Solo con quien te ama puedes mostrarte débil sin provocar una reacción de fuerza.» Pero volviendo a lo nuestro, fueron horas y horas y más horas, las que dediqué a excitarte, bajo la lámpara de rayos Uva o desde mi cuarto. Gimiendo, ronroneando, repitiéndote siempre: «Esto lo pongo yo sola, así que imagínate lo dos.» Esa a la que tú comenzaste a llamar linda cma. La que tantos problemas tenía para decirte su verdadero nombre.

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