Mis delitos y el sentimiento de injusticia (xi)


Una vez tomado el sendero tras los setos, eso se convirtió en una costumbre. Era, por completo, ajena al peligro de desaparecer ante la vista de todos. Tuve suerte, de esa suerte que he tenido muchas veces en la vida, porque en ninguna de esas excursiones me llevé ningún susto. Pero algo era que tú eligieras ir por ahí, no sé, para coger flores, por ejemplo, las flores de mayo, o hartarte a comer moras, o cazar angelitos, y algo muy distinto que te vieras obligada a ello, por promiscua. Me explico. Nuestro colegio, un colegio pudiente, al que llevaban a las niñas pudientes, quedaba al lado de la escuela pública a la que iba mi hermano. Y esas niñas pudientes, las niñas pudientes de mi clase, terminaron por hacer amistad con los niños que sabían que yo era una puta, los niños mayores de la escuela pública. Porque así me habían marcado mis teóricos amigos, por tener relaciones sexuales con ellos. Entonces, yo los veía a todos juntos y sabía que me iban a identificar. Y no importaba que todas ellas estuvieran fumando. Aprendí muy pronto que hay delitos y delitos. Y mi delito era de los peores: ser casquivana. Pero ese no era el único, porque también era ladrona, quizá cleptómana. Y nunca he dejado de serlo del todo. Porque la última vez que estuve en la casa del señor Palmer le robé las últimas muñecas rusas que guardaba en su interior la matrioshka de su salón. Un botín de «guerra». Porque a partir de algún momento eso significaban para mí las pequeñeces que me llevaba de las casas de mis amantes. Sin embargo, esa última vez no sucedió nada con el señor Palmer, porque ya el Catedrático había pasado a formar parte de mi vida emocional. Y con él todos los deseos, a excepción del que sentía por Lisboa, que también se resintió, se esfumaron. Muchos años transcurrieron entre esa púber que también fui y la premenopáusica que ya era entonces. Porque yo me instalé en el climaterio en torno a los 38 años. Aunque solo hace 6 años que no menstruo, en realidad, dos mil un días, y tengo 56. ¿Lo dije ya? Es probable que sí, es probable que me repita. Porque no es la primera vez que cuento mi historia, que es el laberinto del que quisiera escapar. Pero, ¿sabes cuál fue la primera vez que yo supe que no era una niña pudiente? En ese parvulario del que te he hablado. El día que la monjita dijo que habría un premio para la primera alumna que acabara la tarea. Y yo, que no me esforzaba por nada, acicateada por la recompensa, levanté mi mano antes que nadie. Mano que la monjita ignoró durante los minutos que fueron necesarios, para que esas niñas, las alumnas verdaderamente pudientes que había en la clase, fueran levantando sus manos una tras otra. Las mismas manos que se levantarán un año y al siguiente. Porque ellas siempre serán las elegidas para todo. «No me mires así, Carmen María -dijo la monjita. Ya habrá otras ocasiones.» Pero nunca la madre de Roxana, la dueña de la librería de la ciudad origen, volvió a donar un rompecabezas. Y todas las niñas pudientes, ese día, recibieron su regalo, incluso Roxana, que debía de tener todos los rompecabezas que quería. El día en el que se aloja mi sentimiento de injusticia. El que yo conocí así. Porque el que me llamaran puta yo creo que lo entendía: ellos no eran seres abiertos. Y nunca me ha avergonzado por mí, hasta ahora. Pero sabía que eso podía hacer daño a los míos. De hecho, si me casé con el casero fue porque a él eso no le importaba. Aunque si no le importaba era porque él no tenía sentimientos significativos por mí. Porque cuando ha existido alguien que era significativo para él, ha sido el primero que ha insultado a esa persona de ese modo. Cuando la persona no se ha plegado a lo que él quería. Así que todo es muy relativo, tenlo por seguro. Pero sí, a mí también llegó a preocuparme no tener amigas. Aunque si las cosas te preocupan es por el maldito concepto imperante de normalidad. Un concepto que es siempre nivelador. Que se impone, para que tú misma seas quien se controla.

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