Patrick el Canadiense (7)


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Estaba esperando por mi café, en la barra del bar, cuando Patrick reclamó mi atención. Patrick era canadiense y a pesar de haber cruzado España, de punta a punta, no hablaba ni una sola palabra en nuestra lengua. Me lo habían presentado en La Pedraja, un peregrino muy pesado, cansino de veras, al que acababa de conocer en Villafranca Montes de Oca. Pero Patrick ni siquiera se detuvo a darme la mano. Siguió caminando como caminaba, muy pausadamente, con su mochila sobre el pecho y a la que rodeaba con sus largos brazos. Patrick, como Pío, también era atractivo, pero más interesante, alto, delgado exactamente no, esbelto, y llevaba el cabello recogido en una trenza. Y, en realidad, si no se había detenido no había sido por mí, sino por ese peregrino, al que le gustaba presumir de conocer a todos y tener relación con todos. Este lo primero que hacía, cuando se presentaba, era regalarte una mano que con el sol mudaba de color, o si la calentabas en tu propia mano: la mano de la amistad. Pero lo de Patrick lo deduzco porque lo sobrepasé kilómetros más adelante. Yo iba bailando en ese momento, sintiéndome al borde del entusiasmo. Y fue, ahí, cuando Patrick quiso detenerme a mí. Pero yo le dediqué una sonrisa radiante y me alejé dando vueltas sobre mí misma, como si fuera un derviche, y despidiéndome de él. Al llegar a San Juan de Ortega, Mocho, el peregrino se llamaba así, me pidió que me sentara con él y con aquellos italianos, que decía que le habían dado el apodo de «il dottore»; porque él se ofrecía, para dar masajes, para curarte las ampollas, para lo que fuera, porque era de esas personas que buscan hacerse necesarias, quizá como yo. Así que me senté, pero, pronto leí en los italianos, sobre todo en la italiana, lo que pensaban, en verdad, de Mocho. Y como tampoco quise ser cómplice de ello, y me sentía incómoda, me disculpé y me fui. Fue ese el momento en el que vi pasar a Patrick alejándose en dirección a Agés. Y en el que experimenté el fuerte impulso de seguirle. Pero lo dejé ir y creo que el gran error de mi camino fue ese. Porque estoy convencida de que un hombre que lo primero que hace es preguntarte por tu sonrisa, cuando tú ya la has perdido, siempre merece la pena. Y eso sucedía en el albergue de Negreira, cientos de kilómetros más allá. Y lo hizo con un gesto, casi acariciando mi rostro, con mucha delicadeza. Tal vez un rostro en el que él había pensado a lo largo del Camino. Porque su alegría fue inmediata, cuando me vio, y luego se mostró preocupado, cuando yo apenas pude sonreír. ¿Quién o qué me había robado la sonrisa? Eso no es importante, ahora. Pero creo que a Patrick intenté explicárselo, en mi inexistente inglés. Hasta que una joven se sentó con nosotros, en el césped, para liarse un cigarrillo, instante que yo aproveché para hacerme a un lado y ponerme a escribir lo que tenía en mente: una carta para Navarra, el causante de lo que Patrick había echado en falta. Entonces, aquí, en Muxía, él quiere decirme algo que parece importante. Al menos, para él. Y está tratando de expresarlo, pero en ese momento llega Sylvia y nosotras nos abrazamos y nos ponemos a hablar como si él no existiera y creo que se siente incomprendido, o rechazado, y se aleja. Aunque antes de que se vaya le pido el correo y él lo anota en mi cuaderno, solo que encogiéndose de hombros y negando algo con la cabeza. Como si todo dependiera de lo que no había podido comunicarme en ese mismo minuto, porque yo no había logrado entenderlo. Así que le pido a Sylvia que nos haga de interprete. Pero, Patrick levanta una mano, para decir que no a eso y se da media vuelta y sale por la puerta. Algo que, en el fondo, yo agradecí en ese instante. Porque tenía una complicación ese día. Una complicación en el corazón, como de algún modo la tenía ya en La Pedraja y en San Juan de Ortega, y en Negreira. Y mis sentimientos me llevaban en otra dirección. Solo que, a la noche, ya después de haber tenido la oportunidad de recriminarle a Navarra lo sucedido, aunque solo con los ojos, cuando despierto tan temprano, antes siquiera de las doce, me encuentro a Patrick sentado sobre el suelo de ese albergue, practicando sus asanas y meditando. Y es cuando voy a enamorarme un poco de él. Otro error. Porque ahí tampoco le digo nada. Me limito a sentarme en un banco cercano. Yo estoy escribiendo y él bellísimo, en ese ejercicio que hizo durar horas, tres, cuatro, casi cinco, mientras los demás dormían y nosotros nos refugiábamos en esa penumbra de la sala común. No sé si me mira cuando escribo o cuando, después, me entretengo con el libro de peregrinos, pero yo le miro de vez en cuando. Sobre todo, cuando me levanto para tomarme un café y fumarme un cigarrillo. Motivo por el que abro la puerta de la calle y dejo pasar el frío. Y en una de esas ocasiones él debió sentirlo y se fue y ya no volveré a verlo. Descubrí demasiado tarde que Patrick me proporcionaba paz, y me hubiera dado amor. Pero cuando me puse en contacto con él, necesitada de saber qué había querido decirme con tanto apremio, él no me respondió. El deseo se encendió en mí cuando ya no tenía remedio. Y nunca se ha apagado del todo. Recuerdo vivamente esas últimas horas de intimidad. Es triste dejar pasar una ocasión así de largo. Aunque esa es solo una de las pequeñas tristezas-agujero de mi vida. Hay tristezas más hondas y más oscuras. Pero no sé cuántas te voy a compartir.

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