Las fotografías en las que ellos aparecían (252)

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VENTANA

No sé qué nombre ponerle a esto para que Virginia no piense que es una especie de señal. Acaba de llamar a la puerta el cartero. Son noticias de la Seguridad Social, porque al casero le han concedido la prejubilación, pero todavía no sabe cuánto dinero va a cobrar. Lo veo haciendo cálculos en la sala, mientras Roberto Bautista gana el primer set de su partido contra un colombiano. Suma como yo, con los dedos de la mano. Hoy salimos a comer fuera. Y fue bastante desagradable. Pero en fin, por ahora voy a leer la carta octava de las Cartas a Ezra. Esta no me gusta tanto como las que leía en los días pasados. Pero tiene sus instantes de belleza. Habla al principio de unas fotografías que ellos se hicieron en un lugar que yo no identifico. Era un palacio de verano, pero en el que había óxido y unas flores amarillas, quizá ganania, quizá gerbera. Eran unas flores que ellos no sabían como se llamaban. Luna nos traslada, a través de esas fotografías, las sensaciones que él le comunicaba: levedad y miedo, que le transmitía su mano al posarse en la cadera de ella. Y había en ella lo que ella sabía. Te remito al poema. Cuando los ojos de ambos expresaban lo mismo. Pero, ¿esa piedad alude al sentimiento cristiano o a lo que refleja la escultura de Miguel Ángel al materializarlo? Y hay un beso que no sucede, porque fue concedido por una lengua bondadosa. Siempre he pensado que los castaños ejercen sobre nosotros un extraño poder. Pero aquí es su luz. Y están los mosquitos. Y de nuevo las fotografías. La voz lírica está recreándose en ellas, para aferrarse a un recuerdo feliz, teñido de cierto patetismo. Ella al detenerse en esos instantes expresa el deseo de devorar no solo la calma, sino también, entre otras cosas, esto: «el velo mugriento del orín real«. Él oficia de maestro. Ella trata de que él, también como si estuviera educándolo, le obedezca. Pero ella nos hace ver que él se desentiende. Entonces, ambos, se convierten a través del cuaderno de ella en algo más: una unidad. Y adoraban la fuga del sol como poetas hachídicos, en él jardín de él, mientras llovía, como hoy llueve. Y eso es tremendo. Todo lo que envuelve la noticia, la desnudez de los cuerpos y de sus pies frente al espejo y la tormenta, la insistencia de ella en que la mire, aguarda, aunque no lo diga, la respuesta de él. Porque ella, por fin, ha decidido pedirle el divorcio a su marido. Y no quiere que el hombre de esas fotografías, experimente ese miedo del que ella nos hablaba al principio. Porque imagino que un compromiso asusta. Y lo he vuelto a hacer. He vuelto a desvirtuar las palabras de Luna. Y la carta número siete es muy breve. En ella Luna cita a Lacan: «amar es dar lo que no se tiene». Pero, luego, añade algo suyo: «a alguien que no lo necesita». Para conducirnos, de nuevo, al territorio de lo íntimo del corazón. Y las celosías que aparecen en el poema son también conocidas como flores del amor o borlones. Yo estoy sin pigmentos. Y me quedo detenida al borde de la carta sexta a Ezra, que hasta ahora era mi favorita.

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Otro camino: LUNA MONELLE (segunda parte)

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