El lenguaje de las urracas (247)

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ESTRÉPITO

Pocos minutos por delante, al menos en este momento. Pero con ganas de retomar Lirios enloquecidos y finalizar esa lectura. No voy a mentir: la mayoría de estos poemas no me llegan. Y tengo muchas ganas de internarme, de nuevo, en El libro de Ezra, aunque mi lectura de ella, de esa parte, también llegue a ser pésima. Porque no sabes. Las urracas también tienen un lenguaje. Mi abuela decía que cuando veías una podías pensar en la alegría, y dos podían hacerte concebir la esperanza de la mucha alegría, tres ya eran casamiento. Pero es verdad que habitualmente se las ve por parejas, hablándose. Ahora la lavadora hace un ruido verdaderamente espeluznante, que si echo la vista atrás, a un sueño que tuve hace algunos días, podría presagiar una catástrofe. De los almendros, sin embargo, no sé nada. Flores pálidas, panzas gruesas. Pechos al despedirse. Y pienso en los poemas que yo escribo estos días al amanecer, donde las reglas sintácticas son lo que menos importa. Y lo único que me alienta es esa necesidad de no claudicar con él. Porque quedarse callada de repente parece una renuncia. Y pongamos que la psiquiatra se entere de lo que hago, escribirle a él, con esa puntualidad obsesiva, siempre puedo decirle que eso sucede porque tengo aspiraciones, aunque sea mentira, de ser leída, luego, por otros. Cuando a mí lo que me importa es no claudicar, en esta quinta o sexta o séptima u octava, o yo qué sé qué número, de cruzada que he emprendido. En el poema de Luna ella va caminando por Madrid, por el barrio de Castro, Arganzuela. Yo, al menos antes, lo haría por Malasaña, como aquella mañana. En que, sin embargo, si llego a cruzármelo se me habría caído el rostro al suelo. Contine la palabra equis. ¿Cuántas bofetadas se habrán sucedido desde que ellos se han encontrado? No sé, recuerdo ahora, esa palabra de seguridad, tenerla, sería una derrota. Y maldita lavadora. Huele a problemas. Hoy he leído que Virginia espera que yo escriba esto. El otro día leía y comprendía que ella los mensajes que recibe de él los recibe a través de las canciones. Eso puedo entenderlo, porque cuando yo no tomaba el aripiprazol, más o menos, sentía o pensaba lo mismo. ¿Acaso confiar en los amigos no equivale a quererles? Eso dice Luna que escribió Henry James, el autor de Otra vuelta de tuerca, del que alguna vez habló Borges, a quien Luna me parece que detesta. No sé si como a estas alturas debe detestarme a mí. O detestarme o sentir repugnancia, es lo que pienso. Pero no, yo no sé en qué libro escribió eso Henry James, así que no puedo opinar si era un libro pésimo o no. Lo que sí sé es que es difícil creer a otros cuando nos halagan. Y me gusta esta comparación última. Un segundo vuelvo ahora. La maldita lavadora me tiene preocupada. No sé, quedan aún quince minutos de programa. Pero el partido del griego Tsitsipas y del serbio Lajovic ya comienza. ¿Dije que eran las semifinales del Conde de Godó? ¿Y que ayer el argentino Facundo Díaz, a pesar de perder en un partido épico, conseguía entusiasmarme? Sí, que es algo que en ningún momento han logrado estos Lirios enloquecidos. Pero yo comprendo muy bien, porque ahora me sucede, la necesidad de escribir poemas, sencillamente porque no se puede callar.

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Otro camino: LUNA MONELLE (segunda parte)

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