Los cercos de flores son hermosos (231)

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LECTURA

Nota a pie de página once, ¿la reproduzco? No eso es imposible. La voz nos sugestiona. Esperamos algo. ¿Quién será ese posible interlocutor? Creí verlo en un tren ayer. ¿O fue el día antes? No ese día, si, debía ser el metro, pero leía. Y aquí estaba abatido, porque seguía abatido, mientras miraba por la ventanilla hacia una ciudad que no reconocí, pero que pensé que podía ser Nueva York. ¿En qué escenario se esta realizando esa lectura de El coloquio de las Quiltras? Bueno, supongamos que la chica solo ensaya sus propias palabras. Pero por qué un atril iba a hacerla parecer una bruja. Una poeta claramente. Ella no deja de serlo. Y esa lluvia tuvo que ser mágica. Me encantaría haber formado parte de algo tan bello, como esa caída del cielo de las Gypsophilas paniculatas. Aquí descubro que las piedras son pequeñas. Pero, ¿dónde están, entonces, los adoquines de los que habló Alberto Olmos? ¿O eso me imaginé yo que lo dijo? Cuando acabe de leer estas notas iré directa hacia Un amor español. Creo que ya he dejado transcurrir el tiempo suficiente entre esa lectura futura y el poemario Poesía masculina. Para evitar poder tender a compararlos. Los cercos de flores son realmente hermosos. Son como los anillos en los dedos, aunque a mí los anillos me oprimen. Pero es evidente que realzan las manos, cualquier mano. Una vez conocí a un hombre en el Camino que tenía los dedos llenos de anillos. Se los iba dando la gente, en forma de ofrenda, porque él contaba una historia acerca de unas muertes que le habían sucedido, que era una historia terriblemente trágica y triste. Así que la gente quería que su anillo viajara en esas manos hasta ese lugar de peregrinación en el que él prometía rezar por todos. Aunque a mí me dijo que allí pensaba quitarse la vida. Pero creo que es que me vio la cara de idiota. Paso página. La voz aquí nuevamente vuelve a ponerse íntima. ¿Cómo sabe ella de lo que tiene ganas la chica? ¿Tan evidente tenía que parecernos, Luna? ¿Eso, las ganas de acariciarse el vientre y las ganas de amamantar el vacío, estarían implícitas en algún gesto? La voz no dice que parece que tiene ganas, ni que lo hace, la voz asegura que las tiene. Pero, ¿cuándo se puso la bata la chica? Creí que llevaba un camisón, eso había entendido, y no un pijama. Pero aquí está doblada la página. Y eso significa que yo tengo que leer algunas líneas… Las he leído con Lhasa de Sela, con De cara a la pared. Así mi voz se escucha menos. Pero cumplí lo que dije que haría. Pero aquí, claro, no cayeron paniculatas. La chica alzaba la voz. Yo creo que soy incapaz. O puedo hacerlo, pero parecería una histérica. Y no se trata de eso. Porque yo experimento el texto desde el más profundo sosiego, aunque fuera escrito desde la agitación. Ah, la chica parecía dulce, pero ahora es terca, dice la voz. Y curiosamente Aristóteles decía que la dulzura es el centro exacto entre la ira y la apatía. La chica al parecer iba a detenerse, en el monólogo que verbalizaba, supongo. Y se bajó de la cama, cerrando los ojos. Y arrugó todos los folios menos uno. ¿cuál? ¿Cualquiera? ¿Era un azar? ¿Algo simbólico? Y esto no lo entiendo: «Antes de terminar su argumentación la chica descansa». Pero si ella descansó, creo que nosotras debemos descansar también.

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Otro camino: LUNA MONELLE (segunda parte)

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